¿Qué nos pasa en España que por mucho que gritemos,
luchemos, nos manifestemos o reunamos parece no cambiar nada? En nuestro país,
los movimientos sociales nacen, crecen y se chocan contra la burocracia,
salpicando ligeramente, en el mejor de los casos, a quien realmente puede tomar
partido en el asunto… Busquemos las
razones para encontrar las soluciones.
GERARDO GUERRERO
La España que hoy conocemos es fruto natural de la
transición del 78. Este proceso fue impulsado por las élites progresistas del
régimen franquista. El constante temor a una catástrofe reciente en la historia
como la Guerra Civil, mantuvo la situación de equilibrio entre las fuerzas
democráticas y élites del régimen. La búsqueda y el afán por encontrar la
democracia y conservarla a toda costa no hizo otra cosa que propiciar un
régimen democrático que se decantaba y decanta hacia la gobernabilidad en
contraposición con la proporcionalidad y la participación.
No sólo la ley electoral inclina a pensar esto, sino todo el
proceso de creación de instituciones y organizaciones verdaderamente sólidas y
rígidas participantes en el juego político, como son los partidos y los
sindicatos. La cristalización de estas herramientas convencionales (de las que
se sirve la ciudadanía para participar) en grupos cerrados poco permeables a
nuevos cambios internos nos induce a pensar cómo se han ido paulatinamente
distanciando la realidad política de la realidad social; la afiliación tanto en
partidos como en sindicatos marcan una clara tendencia descendente desde los
80.
El problema radica, como podemos intuir, en la necesidad de
más democracia interna en los actores y colectivos políticos; la propia
dinámica de los mecanismos internos impide un mayor relevo y movilidad en las
mismas élites que han constituido este sistema.
Antes de 2008 este proceso llevaba tiempo produciéndose pero
fue con el estallido de la crisis económica cuando esta diferencia en las
realidades se hizo claramente patente. La búsqueda de respuestas, de reacción
respecto al auge de los problemas sociales, puso de manifiesto lo oxidado de
nuestros mecanismos democráticos.
Ante la incapacidad de las herramientas convencionales de
ofrecer respuesta a los estímulos de los ciudadanos, éstos comienzan a
desarrollar redes paralelas de acción; asociaciones de carácter no convencional
e intensamente horizontales que ofrece la posibilidad de una gran
participación, pero poco eficaz en la toma de decisiones y no representativas
institucionalmente. Estas organizaciones, frecuentemente estructuradas en forma
de asambleas, quedan como alternativa opuesta a las organizaciones políticas
institucionalizadas.
Por lo tanto, tenemos por un lado a las organizaciones
convencionales, partidos y sindicatos, que no absorben las nuevas reclamas
sociales y no disponen de mecanismos eficientes para ello, pero con gran poder
representativo e institucional, es decir, con gran capacidad de cambio y de
respuesta social. Por el otro lado, organizaciones no convencionales de
carácter horizontal-participativo, no representativas en el plano institucional
que se presentan como alternativa a la primera.
Esta división, que tiene origen en el conflicto sobre la
concepción de participación, no solo pone en crisis la propia idea de
representatividad, sino que reduce drásticamente las posibilidades y la
capacidad de respuesta y cambio de los movimientos sociales en España.
Por ejemplo, Canadá, con una cuota de afiliación sindical del
doble que en nuestro país (30%) y con una red mucho más amplia de sindicatos y de
movilización entre los estudiantes, consiguió con una huelga estudiantil
indefinida que finalmente duró ocho meses, impedir un aumento de las tasas de
matriculación universitarias similar al que ya se ha producido en España. En
nuestro país, hubo intentos, sí, pero insuficientes e incapaces de movilizar a
los estudiantes, pues no contamos con organizaciones lo suficientemente
participativas y al mismo tiempo, institucionalizadas en nuestras
universidades.
Teniendo esto en cuenta, sólo quedan dos opciones claras
para mejorar nuestras posibilidades de cambio. O las organizaciones
convencionales se abren, flexibilizan y adaptan a los constantes reclamos
sociales, o las organizaciones no convencionales se institucionalicen, entrando
en competencia directa con el resto.
Dado que es poco probable que quienes ostentan el poder
vayan a ceder por sí mismos, la primera de las opciones queda relegada a un
lento proceso de cambio y tensiones internas, rodeado cada vez de más
desencanto. La segunda de las posibilidades, lleva a un escenario igualmente
difícil, pero un poco más esperanzador. Que organizaciones ya constituidas en
lo no oficial lleguen al plano institucional, a pesar de lo complicado del
proceso, es factible, y su entrada en juego presionaría a los actores
preexistentes en la escena a una necesaria renovación.
Queda pues la solución en nuestras manos, pues tanto una
como otra posibilidad necesita de savia nueva. No podemos esperar a que las
cosas se resuelvan solas, pues solo la voluntad de quienes quieren cambiar su
situación puede mejorar nuestras vidas.
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