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18 mayo, 2013

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¿Qué nos pasa en España que por mucho que gritemos, luchemos, nos manifestemos o reunamos parece no cambiar nada? En nuestro país, los movimientos sociales nacen, crecen y se chocan contra la burocracia, salpicando ligeramente, en el mejor de los casos, a quien realmente puede tomar partido en el asunto… Busquemos las razones para encontrar las soluciones.

GERARDO GUERRERO 

La España que hoy conocemos es fruto natural de la transición del 78. Este proceso fue impulsado por las élites progresistas del régimen franquista. El constante temor a una catástrofe reciente en la historia como la Guerra Civil, mantuvo la situación de equilibrio entre las fuerzas democráticas y élites del régimen. La búsqueda y el afán por encontrar la democracia y conservarla a toda costa no hizo otra cosa que propiciar un régimen democrático que se decantaba y decanta hacia la gobernabilidad en contraposición con la proporcionalidad y la participación.

No sólo la ley electoral inclina a pensar esto, sino todo el proceso de creación de instituciones y organizaciones verdaderamente sólidas y rígidas participantes en el juego político, como son los partidos y los sindicatos. La cristalización de estas herramientas convencionales (de las que se sirve la ciudadanía para participar) en grupos cerrados poco permeables a nuevos cambios internos nos induce a pensar cómo se han ido paulatinamente distanciando la realidad política de la realidad social; la afiliación tanto en partidos como en sindicatos marcan una clara tendencia descendente desde los 80.

El problema radica, como podemos intuir, en la necesidad de más democracia interna en los actores y colectivos políticos; la propia dinámica de los mecanismos internos impide un mayor relevo y movilidad en las mismas élites que han constituido este sistema.

Antes de 2008 este proceso llevaba tiempo produciéndose pero fue con el estallido de la crisis económica cuando esta diferencia en las realidades se hizo claramente patente. La búsqueda de respuestas, de reacción respecto al auge de los problemas sociales, puso de manifiesto lo oxidado de nuestros mecanismos democráticos.

Ante la incapacidad de las herramientas convencionales de ofrecer respuesta a los estímulos de los ciudadanos, éstos comienzan a desarrollar redes paralelas de acción; asociaciones de carácter no convencional e intensamente horizontales que ofrece la posibilidad de una gran participación, pero poco eficaz en la toma de decisiones y no representativas institucionalmente. Estas organizaciones, frecuentemente estructuradas en forma de asambleas, quedan como alternativa opuesta a las organizaciones políticas institucionalizadas.

 Asamblea del 15M en la Plaza Mayor de Madrid. Autor: Miguel Ángel Invarato


Por lo tanto, tenemos por un lado a las organizaciones convencionales, partidos y sindicatos, que no absorben las nuevas reclamas sociales y no disponen de mecanismos eficientes para ello, pero con gran poder representativo e institucional, es decir, con gran capacidad de cambio y de respuesta social. Por el otro lado, organizaciones no convencionales de carácter horizontal-participativo, no representativas en el plano institucional que se presentan como alternativa a la primera.

Esta división, que tiene origen en el conflicto sobre la concepción de participación, no solo pone en crisis la propia idea de representatividad, sino que reduce drásticamente las posibilidades y la capacidad de respuesta y cambio de los movimientos sociales en España.

Por ejemplo, Canadá, con una cuota de afiliación sindical del doble que en nuestro país (30%) y con una red mucho más amplia de sindicatos y de movilización entre los estudiantes, consiguió con una huelga estudiantil indefinida que finalmente duró ocho meses, impedir un aumento de las tasas de matriculación universitarias similar al que ya se ha producido en España. En nuestro país, hubo intentos, sí, pero insuficientes e incapaces de movilizar a los estudiantes, pues no contamos con organizaciones lo suficientemente participativas y al mismo tiempo, institucionalizadas en nuestras universidades.

Teniendo esto en cuenta, sólo quedan dos opciones claras para mejorar nuestras posibilidades de cambio. O las organizaciones convencionales se abren, flexibilizan y adaptan a los constantes reclamos sociales, o las organizaciones no convencionales se institucionalicen, entrando en competencia directa con el resto.

Dado que es poco probable que quienes ostentan el poder vayan a ceder por sí mismos, la primera de las opciones queda relegada a un lento proceso de cambio y tensiones internas, rodeado cada vez de más desencanto. La segunda de las posibilidades, lleva a un escenario igualmente difícil, pero un poco más esperanzador. Que organizaciones ya constituidas en lo no oficial lleguen al plano institucional, a pesar de lo complicado del proceso, es factible, y su entrada en juego presionaría a los actores preexistentes en la escena a una necesaria renovación.

Queda pues la solución en nuestras manos, pues tanto una como otra posibilidad necesita de savia nueva. No podemos esperar a que las cosas se resuelvan solas, pues solo la voluntad de quienes quieren cambiar su situación puede mejorar nuestras vidas.
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