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07 abril, 2013

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Las personas que han ido a ver la película Lincoln, de Steven Spielberg, y han admirado las impecables actuaciones de Daniel Day Lewis (ganador del Oscar al mejor actor principal de este año), Sally Field y Tommy Lee Jones se han sorprendido de lo que tuvo que hacer el presidente Lincoln para que en el Congreso de ese país se aprobara la decimotercera enmienda de la Constitución, que fue la que estableció la inconstitucionalidad de la esclavitud y la prohibió. Para lograrlo, Lincoln y su gente tuvieron que comprar conciencias de políticos que se oponían a este cambio de la Constitución y utilizar todos los trucos sucios del clientelismo y la politiquería parlamentaria para obtener los votos necesarios para pasar la enmienda que es prácticamente un artículo ("Ni en los Estados Unidos ni en ningún lugar sujeto a su jurisdicción habrá esclavitud ni trabajo forzado, excepto como castigo de un delito del que el responsable haya quedado debidamente convicto").
 
La película describe en detalle cómo Lincoln personalmente ordena que se haga lo necesario para asegurar los votos de alrededor de 20 congresistas, lo que incluye entregarles el recaudo de impuestos en algunas jurisdicciones, y personalmente se ocupa de los más difíciles. Porque Lincoln, el gran hombre que ha fabricado la historia, era ante todo un maestro politiquero, que demostró cómo el sectarismo partidista y la politiquería "pueden utilizarse para avanzar los ideales más elevados". Thadeus Stevens, representado en la película por Tommy Lee Jones, dijo posteriormente al respecto que "la medida más importante del siglo XIX la pasó la corrupción asistida y promovida por el hombre más puro de América". La mitología de que Lincoln era demasiado noble para la política contrasta con la realidad de que fue uno de los políticos más astutos que ha producido su país (Sidney Blumenthal, Abraham Lincoln: the Great Campaigner, publicado en el último número impreso de la extinta revista Newsweek).

Lyndon Johnson, un poco más de un siglo después, trataría de emularlo, haciendo aprobar la legislación que le puso fin a la discriminación legal contra los descendientes de los esclavos que liberó Lincoln y emprendió la guerra contra la pobreza en Estados Unidos. Pasó a la historia como otro maestro de la politiquería, pero no fue canonizado, aunque sí se le reconoce que a él se le debe el avance en los derechos civiles que a la postre hizo posible el ascenso político de Obama.

El dilema moral que presentan estas experiencias históricas surge en esencia de preguntar si el fin justifica los medios y si no hay otra forma de promover ideales y grandes proyectos distinta a untarse de corrupción y de clientelismo hasta las narices. También surgen otras preguntas que tienen que ver con la economía y no solo con la ética. Una de ellas es cuando son "útiles" o pueden ser toleradas estas prácticas, aunque son condenables desde un punto de vista moral y cuando, además de ser inmorales, son inútiles e inclusive perjudiciales desde un punto de vista económico o social. Siempre se puede aducir que si el fin es suficientemente deseable, no importa tener que chapotear entre el lodo para alcanzarlo. Es el caso que se hace a favor de Lincoln y de Johnson o de las grandes reformas económicas y sociales que han tenido que pasar en congresos habitados por clientelistas. Claramente, estos juicios se basan implícitamente en análisis de costo-beneficio que consideran que la corrupción es un pequeño precio que se paga a cambio de facilitar el tránsito en el Congreso de proyectos promovidos por el Ejecutivo destinados a mejorar el bien común.

El problema es que cuando se tolera un poquito de corrupción o se justifican sus resultados se da luz verde para que esta vaya en aumento y la maquinaria clientelista y corruptora pierde de vista los ideales o el bienestar general para convertir al Estado y a la sociedad en botín.

Y es que la Democracia es concebida como la participación libre y solidaria de todos los asociados, en condiciones de igualdad, regidos por principios-guía de carácter comunitario, por el recurso a la discusión –abierta y crítica- sobre los asuntos públicos, de cómo se orientan a los fines del desarrollo social, por la convivencia pacífica, los derechos individuales y colectivos, por todo aquello que ha de contribuir a la solución de problemas y al cubrimiento de necesidades.

Un ideal de sociedad justa e igualitaria, en la que no tendría que subsistir ninguna forma de agravio o malestar que ofenda la conciencia moral pública; la esclavitud, la pobreza o la discriminación, por citar algunos, como modos de vida que no tienen presentación a los ojos de un espíritu libre y democrático, no pueden permitirse de ellos que continúen a pesar de los tiempos.

“Avanzar los ideales más elevados”, de esto se trata en sociedades democráticas, fue en lo que se empeño Lincoln con la décimo tercera enmienda de la Constitución, abolir y prohibir la esclavitud en los Estados Unidos. Enfrentaría estados que no iban a ceder a la libertad de mano de obra esclava, pues su economía se sustentaba en la existencia de grandes plantaciones y en la subyugación y explotación del hombre. Una organización política, económica y social, cuya permanencia se resolvería en el Congreso, para lo cual se necesitaría del consenso, de los votos de la mayoría, que son determinantes en una democracia.

La realidad social y la política viven en un permanente cambio. Lincoln se valió de maniobras y presiones políticas para lograr la aprobación de la tercera enmienda. Como lo expresa Tommy Lee Jones, quien en la película hace el papel de Thadeus Stevens, “la medida más importante del siglo XIX la pasó la corrupción asistida y promovida por el hombre más puro de América”. 

Celia Vela Oromendía

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